miércoles, 26 de septiembre de 2012

No me olvides



Nunca quise saber dónde habita el olvido. Uno ignora la forma que escoge para cubrirte. Uno no reconoce la bruma invisible con que te ata. Tal vez uno solo percibe, en un momento de un día, quizá en casa de nadie o en la suya propia, o tal vez rodeado de almas, que la suya se ha apagado, ha optado por desvanecerse y precipitarse colina abajo, donde habita el olvido. Porque este no puede ser cosa elevada del espíritu. No puede esconderse entre las nubes ni jugar con los astros. Se esconde dentro de uno mismo y germina como una flor demente que no huele sino a carroña, que no tiene sino una sola y monstruosa cara de fúnebres pétalos. El olvido es un tobogán de ceniza que sabe todavía a fuego; un descenso sin freno ni arnés, una caída sin fin hacia la nada; un rey que todo lo convierte en cero.


Es tan corto el amor y es tan largo el olvido… que se burla el tiempo del primero y se asocia con el segundo, en una alianza sin beneficiarios. Es tan abrumador el peso del olvido y tan leve el alivio del amor… Tanto es así que a veces desearía olvidar el amor y amar el olvido, amarlo para siempre y olvidar el sufrimiento. Más no puedo. Quizá en eso consista el paraíso.

Pero lo más terrible del olvido es que es definitivo. No es brizna pasajera ni espiga viajera. Es lo único que cabe en la definición de eterno. Puede acecharnos, siempre hambriento, impulsado por un subterráneo viento. Puede perseguirnos en los sueños para transformarlos en miedo.

¿Y cómo puede uno ocultarse de ese demonio de mil cuerpos, de ese ejército de melancolía? No cabe defensa alguna porque al final todo se olvida, todas las personas y todas las cosas, todos los recuerdos y todos los sucesos. Todo lo que sentiste se deshace mientras se rememora y se convierte en nostalgia, sentimiento persistente que se adhiere con un pegamento invencible a determinadas almas. Es una barrera cuyos pinchos, que uno mismo planta sin darse cuenta, se estrechan lentamente, cercando el futuro. Pero la nostalgia es necesaria, pues perece un mundo, un pueblo, una mujer, un hombre, un árbol, cuando no queda ni un motivo para recordarlo.

¿Cómo no acabar yaciendo junto al olvido, durante más días de los que tienen los años? ¿Cómo evitar su abrazo, siempre amargo? No tengo la respuesta. Pero escúchame bien, Olvido, dondequiera que estés (y estás en todas partes). Escúchame bien, porque esta frase es por y para ti: te juro que pienso luchar cada día de mi vida contra tu embrujo, contra tu filtro de desamor y tú veneno lento administrado en dosis negras. Porque no temo a la muerte; te temo a ti, pero soy valiente.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Intuición



Se mece un verso incomprensible en el limbo de una neurona. Miro como a un extraño mis poesías. En ellas se reflejan mis dudas, nada más. Quizá solo haya una resonancia, una distorsión dentro de mí que me empuja a perforar el abismo: un muro de palabras, un salto de avestruces, un miedo cervical, una ignorante duda, una brusca sutilidad, una fragilidad fútil. Un instante en que escribo y nada más. Eso es lo que pretendo, paralizarme en mis poemas, oír mis letras respirar, romper su intimidad y protegerla, acunarme en la eternidad de un suspiro.

No. No encuentro las palabras ni las busco. Escribo porque así, disminuyo la fiebre de sentir. Mi poesía nunca madurará. No lo sé pero lo intuyo, y la intuición es más fuerte que la niebla del futuro o las ficciones de la razón. No tengo razón ni dejo de tenerla porque no digo nada. Me preservo de los preservativos, me convierto en un niño que juega al escondite consigo mismo porque no tiene amigos. Ese niño me mira, yo lo miro a él y no veo nada: su mirada me suplanta.

El árbol lo oye todo, mientras tanto, y sabe mucho. Sabe, por ejemplo, que para esconderse es mejor estarse quieto y no dar vueltas en busca de un mejor agujero donde caerse muerto. Sé que lo sabe y sin embargo yo no lo sé. Me choco contra el tronco y busco una fruta que no me sepa a hiel. Busco una palabra en el diccionario y me pierdo.

Me duermo y sueño que el niño se esconde en mi sueño y no deja de hacer preguntas, aunque ya sabe la respuesta y sabe que no le diré nada, porque en los sueños siempre me quedo sin palabras. Me despierto pero sigo soñando. Soy libre. No estoy obligado ni siquiera a volar: puedo escoger una vida de preso. Es más cómodo encerrarse que abrir las alas, pesadas como el plomo que llueve sobre mi cabeza y rebota.

No he entendido nada; he escrito esto en un insomnio, otra vez volvió su presencia en mis sueños. Mis ojos veían muchas formas que ya no recuerdo ni soy capaz de inventarme para que otros se las imaginen. Me voy sin cerrar la puerta, estas no se inventaron para cerrarse, sino para darles trabajo a quienes quieran abrirlas.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Mañanas de Septiembre



Mutaré en beso, e hibernaré en tus labios. Pero aunque pase el invierno, no querré despertar. Soy un titubeo efervescente, un abrazo que aprende a abrazar. Si miro hacia adentro, solo veo mar. Si miras hacia fuera, cuéntame que se ve. Traigo hojas secas, traigo algo parecido a un embalse, con su dique y todo para romper.
Mutaré, y cuando no vuelva la sordidez, dejaré de empeñarme en estorbar.
Y si acaso se te ocurre preguntar, porque mis poemas no te escribo más, responderé con sorna ¿Y qué es lo que estoy haciendo, cuando vencido por el vértigo de tu mirada, alojo mis labios en los tuyos? ¿Y cuando irresistiblemente mis manos recorren el acantilado de tu espalda? ¿Acaso no es eso un poema? ¿Acaso no es un poema este trayecto, adornado de anocheres incautos, y de amaneceres salvajes? ¿Acaso no es un poema dormirme plácidamente con la sintaxis de tus gestos? Si que estoy escribiendo un poema, mi amor.
Lo que pasa, es que tú no puedes leerlo, porque me temo, no me amas más.