Eres un alcohólico y además te encanta. En tu vida sólo hay espacio para un amor, Danny. Yo no significo nada para ti; sólo soy una chica boba que queda bien colgada de tu brazo, declaró, mordiéndose ansiosamente el labio inferior. No te importo yo, ni mi carrera, ni mis necesidades. A mí no me gusta beber, Danny. No me dice nada. Ni siquiera creo que te siga gustando tirar conmigo, porque lo único que te apetece es beber. Eres un alcohólico.
viernes, 13 de noviembre de 2015
domingo, 9 de agosto de 2015
KenKo
Estoy aun
vagamente hechizado por el último poro fumado antes de partir. El encuentro ha
sido en la casa de Eliot. Ahí está el pobre, viviendo en un mundo de basuras y
lujos con la mensualidad que su padre le manda desde trinidad, antes vivía de
lujos, ahora apenas le alcanza para la comida, desde que falleció su hermano se
ha dedicado a los vicios pesados. Al llegar a su casa y escuchar música de los
setenta me hizo sentirme como el rey Faruk.
Tuve la tentación de no entrar e
irme a una biblioteca pero recordé que sencillamente las bibliotecas no abren
en sábado y menos en un día como la entrada universitaria. Decir simplemente:
me voy, no hago caso de lo que quiero, desde ahora viviré en un libro. Pero al
instante me abre la puerta y es como entrar a un inmenso descapotable rojo para
emprender un viaje a toda velocidad, de isla en isla sazonado en drogas, hasta
acabar en Achocalla para empezar otro viaje o como le llamamos “cambiar de
embarcación”.
No tenía
ningún sentido empezar la aventura sin antes tomarse el trago que había sobrado
un par de días antes. No esperamos a Robert y nos lo tomamos todo de un kaj, a
la mitad de la botella saco la última pastilla de flunitrazepan que me quedaba,
lo tomamos por la mitad y preparamos poros para el camino. No me apetecia para
nada llegar hasta kañuma sin deslumbrar los efectos de una mente embobada y
agresiva. Podía incluso hacer una pequeña carrera en la calle por la zona sur:
subir hasta aquel semáforo grande que hay frente a las cholas y ponerme a
gritar al tráfico:
— ¡Está bien,
malditos mierdas! ¡Maricones! ¡Cuando esa luz se ponga verde, voy a salir
zumbando con este chisme y los barreré a todos de la carretera!
Eso mismo.
Desafiar a los cabrones en su propio terreno. Llegar alterado al cruce,
saltando, derrapando, con una botella de ron en la mano y apretando los dientes
a fondo para ahogar la música de los audífonos… vidriosos ojos demencialmente
dilatados tras unas gafitas oscuras de montura dorada de greaser, aullando
incoherencias… un borracho verdaderamente peligroso, apestando a éter y a
psicosis irremediable. Revolucionando una ya desquiciada sociedad hasta un
terrible, parloteante y agudo aullido, esperando que cambie el semáforo.
¿Cuántas
veces se presenta una oportunidad así? Fregar a los cabrones hasta el fondo del
bazo. Los elefantes viejos van tambaleándose hasta las colinas a morir; los
paceños viejos salen a las calles y se lanzan en busca de la muerte en coches
inmensos.
Pero el
destino de nuestro viaje es distinto, tenemos que llegar a la parte baja de
Achocalla entrando por mallasilla. Llegar hasta kañuma, entrar al desierto
hasta el bosque de San Pedro, gigantes moles verdes que ofrecen fantásticas
posiblidades de vida: pero sólo para los que son valientes de veras. Y a
nosotros nos sobraba valor.
Mi amigo
comprendía todas estas ideas, pese a su creencia de su superioridad racial,
pero nuestro camino no era fácil de conectar. Él decía que entendía, pero, por
su mirada, me daba cuenta de que no. Me mentía.
Antes de
llegar a nuestro desvío del desierto me vi lanzado de un golpe hacía un árbol.
Mi amigo se mostraba claramente alterado.
— ¿Qué
pasa? —grité—. No podemos parar aquí. ¡Es zona de vampiros!
—Es el
corazón —gruñó él—. ¿Dónde está la medicina?
—Ah —dije
yo—, la medicina, sí. Aquí.
Hurgué en
la bolsa-maletín buscando los amyls. Eliot parecía petrificado.
Saqué
cuatro amyls de la cajita metálica y le pasé dos a mi amigo. Hizo estallar uno
inmediatamente debajo de la nariz y yo hice otro tanto.
Inspiró
profundamente y se derrumbó en el asiento, mirando fijamente al sol.
—Sube esa
maldita música —aulló—. ¡Tengo el corazón como un cocodrilo! — ¡Volumen!
¡Claridad! ¡Contrabajo! ¡Tiene que haber un contrabajo! —Agitó los brazos
desnudos hacia el cielo—. ¿Pero qué demonios nos pasa? ¡Parecemos ancianitas!
Puse mi
celular atronando al máximo.
—Oye,
pedazo de cabrón —dije—. ¡Vigila esa lengua! ¡Hablas con un doctor en leyes!
Él se echó
a reír descontroladamente, justamente cuando una señora de pollera pasaba por
nuestro lado.
— ¿Qué
mierda hacemos nosotros aquí en este desierto? gritó—: ¡Que alguien llame a la
policía! ¡Necesitamos ayuda de inmediato!
No hay que
hacer caso a este cerdo —le dije a la señora que en ese momento se había
detenido para mirarnos con atención y cautela— La medicina le desquicia. En
realidad, los dos somos doctores en leyes, y vamos a achocalla a hacer uno de
los trabajos más importante de nuestra generación.
Luego me
eché a reír, a reír, a reír…
Mi amigo se
volvió para mirar a la señora.
La verdad
es —dijo— que vamos a kañuma a pensar torturas para Robert porque el Muy no ha
venido, nos la ha jugado. Le conozco hace años, pero nos la ha jugado… y
supongo que usted sabe lo que eso significa.
Quise cerrarle
la boca, pero ninguno de los dos podía controlar la risa. ¿Qué putas hacíamos
nosotros allí, en aquel desierto, estando como estábamos los dos enfermos del
corazón?
¡Robert ha
hecho efectivo su cheque! —dijo mi abogado burlonamente a la señora que ya dejó
de mirarnos y caminaba rápido quizá temiendo que nos pongamos más agresivos.
—Le
arrancaremos los pulmones.
— ¡Y nos
los comeremos! —solté yo—. ¡Ese cabrón va a pagarlas!
¿Adónde
iría a parar este país si un mamón como ése pudiese engañar impunemente a un
doctor en leyes?
—Buena vida
—dijo mi amigo—. Qué señora más rara. Me ponía nervioso. ¿Viste que ojos tenía?
Aún seguía
escapándosele la risa.
—Dios mío
—añadió—. ¡Esta sí que es una buena medicina!
Yo me apuré
en caminar para que me siguiese, ya teníamos que desviarnos de la carretera
hacia el desierto en busca del bosque de San Pedro.
—Vamos
—dije—. Ahora me sigues. Tenemos que salir de la carretera antes de que esa
señora avise a un poli.
—Mierda.
Tardará horas —dijo mi amigo—. No hay nada desde que salimos caminado de
mallasilla.
—Es
absolutamente imperativo —dije— que lleguemos al bosque antes de que anochezca
de otra manera no podremos salir de aquí jamás. El asintió y dijo:
—Pero
olvidémonos del cuento ese de respetar al Kenko. Lo importante es el Gran Sueño
de la Mente —añadió hurgando en el maletín—. Creo que es hora de tomar un poco
más fuerte. Hace ya mucho que se pasaron los efectos de esa flunitrazepan
barata y no sé si podré soportar otra vez el olor de ese jodido éter.
—A mí me
gusta —dije—. Deberíamos empapar una toalla con él y ponerla en nuestro
cinturón, para que nos vayan subiendo los vapores a la cara durante todo el
camino hasta el bosque.
Él estaba
intentando subir más volumen a mi celular. En ese momento aullaba «Poder para el
pueblo… ¡ahora!» Canción política de John Lennon, con treinta años de retraso.
—Esa pobre imbécil
debería haber caminado y no quedarse a vernos como boba —dijo mi amigo—. Las
mierdas como ella no hacen más que estorbar en el camino cuando intentan ser serias.
—Hablando
de cosas serias —dije yo intentando desviar su xenofobia—. Creo que ya es hora
de pasar al éter y a la cocaína.
—Olvida el
éter —dijo él—. Dejémoslo para empapar nuestra chompa cuando estemos preparando
el yote. Mi amigo andaba hurgando en el salero de la cocaína, abriéndolo.
Derramándolo. Luego se puso a aullar y a manotear en el aire, mientras nuestro
delicado polvo blanco se desparramaba por el desierto. Un material muy caro el
que iba desprendiendo.
— ¡Ay Dios
mío! —gimió—. ¿Viste lo que acaba de hacernos Dios?
— ¡Eso no
lo hizo Dios! —grité—. Lo hiciste tú. ¡Eres un agente de narcóticos cabrón!
¡Desde el principio me di cuenta de que estabas fingiendo, cerdo
—Mucho ojo
—dijo él.
Y vi de
pronto que me apuntaba con un cuchillo
—Por aquí
hay muchos buitres —dijo—. Dejarán tus huesos limpios antes de que amanezca.
—Maricón de mierda —dije yo—. Cuando
lleguemos al bosque te hago picadillo. ¿Qué crees que harán los comunarios
cuando yo aparezca apuñalado?
—Me mataran
—dijo él—. Robert les dirá quién soy. Soy tu abogado, demonios.
Luego,
estalló en una risa salvaje.
—Estás
cargado de drogas, imbécil —dije—. Será todo un milagro que consigamos llegar
al bosque antes de que te conviertas en un animal salvaje. ¿Estás preparado
para eso? ¿Estás preparado para comer del caktus y luego caminar kilómetros
hasta llegar a El Alto con la cabeza llena de mezcalina?
Se rio de
nuevo, luego acercó la nariz al salero, hundiendo en el polvo restante el
delgado canutillo ocre hecho con un billete de veinte bolivianos.
— ¿Cuánto
nos falta? —preguntó
—Pues unos
treinta minutos —contesté —. Como amigo tuyo, te aconsejo que camines más
rápido.
El bosque
ya quedaba en el cerro del frente. Podía ver el alto del horizonte, unas
paredes de alguna casa desecha que hacía dar la impresión de un lúgubre
cementerio en grises rectágunlos en la lejanía, alzándose sobre los cactos
Treinta
minutos. Faltaba ya muy poco, a pesar de que la luz intentaba ya ocultarse. El
objetivo era preparar el cactus e intentar salir de nuevo a la carretera antes
de perder por completo el control, luego caminaríamos horas a lado de la
carretera y de noche subiendo hasta llegar a las lagunas de Achocalla y
continuar hasta llegar a El Alto.
Menudo
viaje que teníamos encima. Para el colmo Eliot quería comer algo en Achocalla.
Aquello implicaba pasar por tiendas, hablar con alguien de algún restaurant,
pedir una orden, pagar la cuenta, todo eso en un estado nada aconsejable y ante
las narices de la gente en sus propias narices pero, por supuesto, habría que
hacerlo.
«SI
MATAS EL CUERPO MORIRÁ LA CABEZA»
La cita aparece en las notas de mi celular, no
sé por qué motivo. Quizá se relacione con mi débil estado físico y es que ¿sigo
vivo? ¿Puedo hablar aún?
Bueno. Para
cuando ya llegamos a Achocalla ya era casi las nueve de la noche, resultó que
mi amigo no era capaz de enfocar como es debido el procedimiento de pedir unos
pollos en un restaurant. Nos vimos obligados a hacer el ridículo y esperar que
nos atiendan con suma paciencia… lo que resultaba sumamente difícil dadas las
circunstancias. Yo no hacía más que repetirme: «Tranquilo, calma, no digas
nada. Habla sólo cuando te pregunten: dos presas, refrescos, nada más, procura
ignorar esta droga terrible, fingir que no está pasando…»
No hay
manera de explicar el terror que sentí cuando se me acercó el hijo de la dueña
(ya que seguramente nos vio peligrosos) y empecé a balbucear. Todo lo que había
preparado se desmoronó bajo la mirada pétrea de aquel joven.
—Hola, qué
hay —dije—, me llamo… Bueno, no importa sí, ¿aún hay pollos verdad?, seguro.
Comida rica, sabiduría total, cobertura absoluta… ¿por qué no? Traigo conmigo a
mi amigo, y lo sé, claro, que no parece encontrarse muy bien, pero tenemos que
comer algo en este lugar, sí. Bueno, este amigo en realidad es mi colega. Venimos
a pasear desde La Paz y ya es hora de irnos pero antes queremos comer algo del
lugar, ¿no? Sí. No tiene más que traernos dos pollos y verá. No hay ningún
problema. ¿Qué pasa? ¿No me oye?
El joven ni
siquiera pestañeó.
Sentía las
piernas como de goma. Me agarré a la mesa y me derrumbé hacia ella cuando se
dio media vuelta y fue a dictar la orden, pero me negué a aceptarlo. La cara de
aquel joven empezaba a cambiar: se hinchaba palpitaba… ¡horribles mandíbulas
verdes y colmillos saltones, la cara de un lagarto! ¡Veneno mortífero! Me lancé
hacia atrás contra mi amigo, que me agarró de un brazo mientras el joven volvía
a mirarnos por mi acto de escándalo.
—Ya arreglo
yo esto —dijo al joven lagarto—. Este hombre está mal del corazón, pero yo
tengo medicina suficiente. Soy el doctor Eliot. Preparen inmediatamente
nuestros pollos y tráigannos el refresco más frio.
El joven se
encogió de hombros y continuó ayudando a prepararnos la comida. Mi amigo
mientras tanto me susurraba que en un pueblo tan lleno de locos auténticos,
nadie percibe a un loco de peyote.
Horas
después de haber caminado incansablemente movido por unas fuerzas misteriosas y
pasada la media noche llegamos a la ciudad de El Alto. Felices porque una vez
más habíamos conquistado el reto de Achocalla, el reto del kenko.
Ahora sería
una travesía volver a la ciudad.
Entramos
por fin en un minibús hacia la Ceja y mi amigo telefoneó inmediatamente a sus
amigos que a esa hora ya estaban más que ebrios. Les pidió que le esperasen en
su casa con pomelos frescos y dos botellas de ron —Vitamina C —explicó—.
Necesitaré toda la posible.
Le dí la
razón. Para entonces el cansancio se hacía sentir y empezaba ya a cortar el
efecto alucinógeno y mis alucinaciones descendieron a un nivel tolerable. La
vocera del minibus tenía un vago aire de reptil pero por lo menos ya no veía
inmensos pterodáctilos rondando pesadamente por el camino principal entre
charcos de sangre fresca.
El único
problema era el gigantesco cartel de neón que había junto a la ventana y que
bloqueaba nuestra visión de las montañas… millones de bolas coloradas corriendo
alrededor de una pista muy complicada, extraños símbolos y filigranas lanzando
un ruidoso tarareo…
—Mira fuera
—dije.
—¿Por qué?
—Hay una
gran… una gran máquina en el cielo… una especie de serpiente eléctrica… que
viene directamente hacia nosotros.
—Dispárale
—dijo mi amigo.
—Todavía no
—dije—. Quiero estudiar sus costumbres.
Él se
acercó y me habló con voz baja.
—Oye mira
—dijo—, tienes que acabar con ese cuento de las culebras y las sanguijuelas y
los lagartos y toda esa mierda. Me repugnan ya.
—No te
preocupes hombre —dije.
— ¿Preocuparme?
Dios mío, abajo en el restaurante estuve a punto de volverme loco. No nos
dejarán volver nunca a ese sitio… Después del show que montaste antes de pagar
la cuenta
— ¿Qué show?
—Cabrón de
mierda —dijo—. ¡Te dejé solo tres minutos! ¡Hiciste cagarse de miedo a aquellos
tipos! Agitando tu condenada billetera por allí y gritando cosas sobre los
reptiles. Tuviste suerte de que volviese a tiempo. Iban a llamar a la policía.
Dije que estabas borracho y que te subiría yo a un taxi para volver. Demonios,
si nos cobraron menos sólo para que nos largáramos de allí.
Giré mi
cabeza por el minibus, nervioso.
Después de
la Ceja de El Alto tomamos otro hacia la perez, ya me sentía mas relajado, Eliot me
invitó a beber en su casa pero rechacé la oferta, ya sentía un cansancio físico
indescriptible ¿cuánto habíamos caminado sin darnos cuenta? ¿veinte, treinta
kilometros?
El asunto
del cansancio me despejó del todo ya no quería tomar nada.
—Hemos de
vernos en la semana y a ese puto Robert hay que castigarlo— dije
Llegué a mi
casa y no pude dormir por lo menos hasta las seis de la mañana.
miércoles, 13 de mayo de 2015
10
¿Resultará más práctico dotarse de una epidermis de verruga que adquirir una psicología de colmillo cariado?
Aunque ya han transcurrido muchos años, lo recuerdo perfectamente. Acababa de formularme esta pregunta, cuando un tranvía me susurró al pasar: “¡En la vida hay que sublimarlo todo... no hay que dejar nada sin sublimar!”
Difícilmente otra revelación me hubiese encandilado con más violencia: fue como si me enfocaran, de pronto, todos los reflectores de la escuadra británica. Recién me iluminaba tanta sabiduría, cuando empecé a sublimar, cuando ya lo sublimaba todo, con un entusiasmo de rematador... de rematador sublime, se sobreentiende.
Desde entonces la vida tiene un significado distinto para mí. Lo que antes me resultaba grotesco o deleznable, ahora me parece sublime. Lo que hasta ese momento me producía hastío o repugnancia, ahora me precipita en un colapso de felicidad que me hace encontrar sublime lo que sea: de los escarbadientes a los giros postales, del adulterio al escorbuto.
¡Ah, la beatitud de vivir en plena sublimidad, y el contento de comprobar que uno mismo es un peatón afrodisíaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de seducción; lleno de sentimientos incandescentes, lleno de sexos indeformables; de todos los calibres, de todas las especies: sexos con música, sin desfallecimientos, de percusión! Bípedo implume, pero barbado con una barba electrocutante, indescifrable. ¡Ciudadano genial —¡muchísimo más genial que ciudadano!— con ideas embudo, ametralladoras, cascabel; con ideas que disponen de todos los vehículos existentes, desde la intuición a los zancos! ¡Mamón que usufructúa de un temperamento devastador y reconstituyente, capaz de enamorarse al infrarrojo, de soldar vínculos autógenos de una sola mirada, de dejar encinta una gruesa de colegialas con el dedo meñique!...
¡Pensar que antes de sublimarlo todo, sentía ímpetus de suicidarme ante cualquier espejo y que me ha bastado encarar las cosas en sublime, para reconocerme dueño de millares de señoras etéreas, que revolotean y se posan sobre cualquier cornisa, con el propósito de darme docenas y docenas de hijos, de catorce metros de estatura; grandes bebés machos y rubicundos, con una cantidad de costillas mucho mayor que la reglamentaria, a pesar de tener hermanas gemelas y afrodisíacas!...
Que otros practiquen —si les divierte— idiosincrasias de felpudo. Que otros tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol.
Yo he optado, definitivamente, por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo, desde el punto de vista de la sublimidad.
OG
Aunque ya han transcurrido muchos años, lo recuerdo perfectamente. Acababa de formularme esta pregunta, cuando un tranvía me susurró al pasar: “¡En la vida hay que sublimarlo todo... no hay que dejar nada sin sublimar!”
Difícilmente otra revelación me hubiese encandilado con más violencia: fue como si me enfocaran, de pronto, todos los reflectores de la escuadra británica. Recién me iluminaba tanta sabiduría, cuando empecé a sublimar, cuando ya lo sublimaba todo, con un entusiasmo de rematador... de rematador sublime, se sobreentiende.
Desde entonces la vida tiene un significado distinto para mí. Lo que antes me resultaba grotesco o deleznable, ahora me parece sublime. Lo que hasta ese momento me producía hastío o repugnancia, ahora me precipita en un colapso de felicidad que me hace encontrar sublime lo que sea: de los escarbadientes a los giros postales, del adulterio al escorbuto.
¡Ah, la beatitud de vivir en plena sublimidad, y el contento de comprobar que uno mismo es un peatón afrodisíaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de seducción; lleno de sentimientos incandescentes, lleno de sexos indeformables; de todos los calibres, de todas las especies: sexos con música, sin desfallecimientos, de percusión! Bípedo implume, pero barbado con una barba electrocutante, indescifrable. ¡Ciudadano genial —¡muchísimo más genial que ciudadano!— con ideas embudo, ametralladoras, cascabel; con ideas que disponen de todos los vehículos existentes, desde la intuición a los zancos! ¡Mamón que usufructúa de un temperamento devastador y reconstituyente, capaz de enamorarse al infrarrojo, de soldar vínculos autógenos de una sola mirada, de dejar encinta una gruesa de colegialas con el dedo meñique!...
¡Pensar que antes de sublimarlo todo, sentía ímpetus de suicidarme ante cualquier espejo y que me ha bastado encarar las cosas en sublime, para reconocerme dueño de millares de señoras etéreas, que revolotean y se posan sobre cualquier cornisa, con el propósito de darme docenas y docenas de hijos, de catorce metros de estatura; grandes bebés machos y rubicundos, con una cantidad de costillas mucho mayor que la reglamentaria, a pesar de tener hermanas gemelas y afrodisíacas!...
Que otros practiquen —si les divierte— idiosincrasias de felpudo. Que otros tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol.
Yo he optado, definitivamente, por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo, desde el punto de vista de la sublimidad.
OG
martes, 24 de febrero de 2015
C.V.
Formación Académica y
Experiencia Laboral
Ultimas materias en la carrera de conocimientos inútiles y
poco profundos (poco intelectual, engorda más de lo que nutre)
Máster en lenguas extintas y palabras olvidadas
Seis años de experiencia en buscar la perfecta metáfora (por
supuesto, sin hallar rastro de ella)
Diestro cazador de las formas fugaces de las nubes
Inigualable contemplador de las musarañas de su pensamiento
Grandes habilidades personales, sobre todo en el campo de las
divagaciones con uno mismo y las disquisiciones pseudo-filosóficas
Publicaciones
Las primeras páginas de 18 novelas incompletas
28 cuentos malos como para llevarlo a juicio
Un blog maltrecho y mal hecho, después de cientos de entradas
aún nadie sabe de qué trata exactamente
Aspectos a mejorar: Problemas para trabajar en equipo: su
hemisferio cerebral derecho está atrofiado y, con todo, es el que predomina.
Estabilidad mental: Sus personajes no dejan de tener
extrañas alucinaciones y se sospecha que, de existir en la vida real, inmediatamente
serían recluidos en centros psiquiátricos
Discernimiento entre
realidad y ficción: Ninguno
viernes, 2 de enero de 2015
Sin Alma
Como oscuro y desconocido escritor tengo una interesantísima
teoría respecto al alma de la mujer...
Así como cada hombre tiene su alma, las
mujeres todas no tienen sino una sola y misma alma, un alma colectiva, algo así
como el entendimiento agente de Averroes, repartida entre todas ellas. Y además
que las diferencias que se observan en el modo de sentir, pensar y querer de
cada mujer provienen no más que de las diferencias del cuerpo, debidas a raza,
clima, alimentación, etc., y que por eso son tan insignificantes. Las mujeres,
se parecen entre sí mucho más que los hombres y es porque todas son una sola y
misma mujer.
La mujer tiene mucha más individualidad, pero
mucha menos personalidad, que el hombre; cada una de ellas se siente más ella,
más individual, que cada hombre, pero con menos contenido.
En efecto, la ciencia es comparación; mas en
punto a mujeres no es menester comparar. Quien conozca una, una sola bien, las
conoce todas, conoce a la Mujer.
Además, ya saben ustedes que todo lo que se gana en extensión se pierde en intensidad.
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