domingo, 9 de agosto de 2015

KenKo


Estoy aun vagamente hechizado por el último poro fumado antes de partir. El encuentro ha sido en la casa de Eliot. Ahí está el pobre, viviendo en un mundo de basuras y lujos con la mensualidad que su padre le manda desde trinidad, antes vivía de lujos, ahora apenas le alcanza para la comida, desde que falleció su hermano se ha dedicado a los vicios pesados. Al llegar a su casa y escuchar música de los setenta me hizo sentirme como el rey Faruk. 

Tuve la tentación de no entrar e irme a una biblioteca pero recordé que sencillamente las bibliotecas no abren en sábado y menos en un día como la entrada universitaria. Decir simplemente: me voy, no hago caso de lo que quiero, desde ahora viviré en un libro. Pero al instante me abre la puerta y es como entrar a un inmenso descapotable rojo para emprender un viaje a toda velocidad, de isla en isla sazonado en drogas, hasta acabar en Achocalla para empezar otro viaje o como le llamamos “cambiar de embarcación”.

No tenía ningún sentido empezar la aventura sin antes tomarse el trago que había sobrado un par de días antes. No esperamos a Robert y nos lo tomamos todo de un kaj, a la mitad de la botella saco la última pastilla de flunitrazepan que me quedaba, lo tomamos por la mitad y preparamos poros para el camino. No me apetecia para nada llegar hasta kañuma sin deslumbrar los efectos de una mente embobada y agresiva. Podía incluso hacer una pequeña carrera en la calle por la zona sur: subir hasta aquel semáforo grande que hay frente a las cholas y ponerme a gritar al tráfico:

   ¡Está bien, malditos mierdas! ¡Maricones! ¡Cuando esa luz se ponga verde, voy a salir zumbando con este chisme y los barreré a todos de la carretera!

Eso mismo. Desafiar a los cabrones en su propio terreno. Llegar alterado al cruce, saltando, derrapando, con una botella de ron en la mano y apretando los dientes a fondo para ahogar la música de los audífonos… vidriosos ojos demencialmente dilatados tras unas gafitas oscuras de montura dorada de greaser, aullando incoherencias… un borracho verdaderamente peligroso, apestando a éter y a psicosis irremediable. Revolucionando una ya desquiciada sociedad hasta un terrible, parloteante y agudo aullido, esperando que cambie el semáforo.

¿Cuántas veces se presenta una oportunidad así? Fregar a los cabrones hasta el fondo del bazo. Los elefantes viejos van tambaleándose hasta las colinas a morir; los paceños viejos salen a las calles y se lanzan en busca de la muerte en coches inmensos.

Pero el destino de nuestro viaje es distinto, tenemos que llegar a la parte baja de Achocalla entrando por mallasilla. Llegar hasta kañuma, entrar al desierto hasta el bosque de San Pedro, gigantes moles verdes que ofrecen fantásticas posiblidades de vida: pero sólo para los que son valientes de veras. Y a nosotros nos sobraba valor.

Mi amigo comprendía todas estas ideas, pese a su creencia de su superioridad racial, pero nuestro camino no era fácil de conectar. Él decía que entendía, pero, por su mirada, me daba cuenta de que no. Me mentía.

Antes de llegar a nuestro desvío del desierto me vi lanzado de un golpe hacía un árbol. Mi amigo se mostraba claramente alterado.

— ¿Qué pasa? —grité—. No podemos parar aquí. ¡Es zona de vampiros!
—Es el corazón —gruñó él—. ¿Dónde está la medicina?

—Ah —dije yo—, la medicina, sí. Aquí.

Hurgué en la bolsa-maletín buscando los amyls. Eliot parecía petrificado.

Saqué cuatro amyls de la cajita metálica y le pasé dos a mi amigo. Hizo estallar uno inmediatamente debajo de la nariz y yo hice otro tanto.

Inspiró profundamente y se derrumbó en el asiento, mirando fijamente al sol.

—Sube esa maldita música —aulló—. ¡Tengo el corazón como un cocodrilo! — ¡Volumen! ¡Claridad! ¡Contrabajo! ¡Tiene que haber un contrabajo! —Agitó los brazos desnudos hacia el cielo—. ¿Pero qué demonios nos pasa? ¡Parecemos ancianitas!

Puse mi celular atronando al máximo.

—Oye, pedazo de cabrón —dije—. ¡Vigila esa lengua! ¡Hablas con un doctor en leyes!

Él se echó a reír descontroladamente, justamente cuando una señora de pollera pasaba por nuestro lado.

— ¿Qué mierda hacemos nosotros aquí en este desierto? gritó—: ¡Que alguien llame a la policía! ¡Necesitamos ayuda de inmediato!

No hay que hacer caso a este cerdo —le dije a la señora que en ese momento se había detenido para mirarnos con atención y cautela— La medicina le desquicia. En realidad, los dos somos doctores en leyes, y vamos a achocalla a hacer uno de los trabajos más importante de nuestra generación.

Luego me eché a reír, a reír, a reír…

Mi amigo se volvió para mirar a la señora.

La verdad es —dijo— que vamos a kañuma a pensar torturas para Robert porque el Muy no ha venido, nos la ha jugado. Le conozco hace años, pero nos la ha jugado… y supongo que usted sabe lo que eso significa.

Quise cerrarle la boca, pero ninguno de los dos podía controlar la risa. ¿Qué putas hacíamos nosotros allí, en aquel desierto, estando como estábamos los dos enfermos del corazón?

¡Robert ha hecho efectivo su cheque! —dijo mi abogado burlonamente a la señora que ya dejó de mirarnos y caminaba rápido quizá temiendo que nos pongamos más agresivos.

—Le arrancaremos los pulmones.

— ¡Y nos los comeremos! —solté yo—. ¡Ese cabrón va a pagarlas!
¿Adónde iría a parar este país si un mamón como ése pudiese engañar impunemente a un doctor en leyes?

—Buena vida —dijo mi amigo—. Qué señora más rara. Me ponía nervioso. ¿Viste que ojos tenía?

Aún seguía escapándosele la risa.

—Dios mío —añadió—. ¡Esta sí que es una buena medicina!

Yo me apuré en caminar para que me siguiese, ya teníamos que desviarnos de la carretera hacia el desierto en busca del bosque de San Pedro.

—Vamos —dije—. Ahora me sigues. Tenemos que salir de la carretera antes de que esa señora avise a un poli.

—Mierda. Tardará horas —dijo mi amigo—. No hay nada desde que salimos caminado de mallasilla.

—Es absolutamente imperativo —dije— que lleguemos al bosque antes de que anochezca de otra manera no podremos salir de aquí jamás. El asintió y dijo:

—Pero olvidémonos del cuento ese de respetar al Kenko. Lo importante es el Gran Sueño de la Mente —añadió hurgando en el maletín—. Creo que es hora de tomar un poco más fuerte. Hace ya mucho que se pasaron los efectos de esa flunitrazepan barata y no sé si podré soportar otra vez el olor de ese jodido éter.

—A mí me gusta —dije—. Deberíamos empapar una toalla con él y ponerla en nuestro cinturón, para que nos vayan subiendo los vapores a la cara durante todo el camino hasta el bosque.

Él estaba intentando subir más volumen a mi celular. En ese momento aullaba «Poder para el pueblo… ¡ahora!» Canción política de John Lennon, con treinta años de retraso.

—Esa pobre imbécil debería haber caminado y no quedarse a vernos como boba —dijo mi amigo—. Las mierdas como ella no hacen más que estorbar en el camino cuando intentan ser serias.

—Hablando de cosas serias —dije yo intentando desviar su xenofobia—. Creo que ya es hora de pasar al éter y a la cocaína.

—Olvida el éter —dijo él—. Dejémoslo para empapar nuestra chompa cuando estemos preparando el yote. Mi amigo andaba hurgando en el salero de la cocaína, abriéndolo. Derramándolo. Luego se puso a aullar y a manotear en el aire, mientras nuestro delicado polvo blanco se desparramaba por el desierto. Un material muy caro el que iba desprendiendo.

— ¡Ay Dios mío! —gimió—. ¿Viste lo que acaba de hacernos Dios?

— ¡Eso no lo hizo Dios! —grité—. Lo hiciste tú. ¡Eres un agente de narcóticos cabrón! ¡Desde el principio me di cuenta de que estabas fingiendo, cerdo

—Mucho ojo —dijo él.

Y vi de pronto que me apuntaba con un cuchillo

—Por aquí hay muchos buitres —dijo—. Dejarán tus huesos limpios antes de que amanezca.

   —Maricón de mierda —dije yo—. Cuando lleguemos al bosque te hago picadillo. ¿Qué crees que harán los comunarios cuando yo aparezca apuñalado?

—Me mataran —dijo él—. Robert les dirá quién soy. Soy tu abogado, demonios.

Luego, estalló en una risa salvaje.

—Estás cargado de drogas, imbécil —dije—. Será todo un milagro que consigamos llegar al bosque antes de que te conviertas en un animal salvaje. ¿Estás preparado para eso? ¿Estás preparado para comer del caktus y luego caminar kilómetros hasta llegar a El Alto con la cabeza llena de mezcalina?

Se rio de nuevo, luego acercó la nariz al salero, hundiendo en el polvo restante el delgado canutillo ocre hecho con un billete de veinte bolivianos.

— ¿Cuánto nos falta? —preguntó

—Pues unos treinta minutos —contesté —. Como amigo tuyo, te aconsejo que camines más rápido.

El bosque ya quedaba en el cerro del frente. Podía ver el alto del horizonte, unas paredes de alguna casa desecha que hacía dar la impresión de un lúgubre cementerio en grises rectágunlos en la lejanía, alzándose sobre los cactos

Treinta minutos. Faltaba ya muy poco, a pesar de que la luz intentaba ya ocultarse. El objetivo era preparar el cactus e intentar salir de nuevo a la carretera antes de perder por completo el control, luego caminaríamos horas a lado de la carretera y de noche subiendo hasta llegar a las lagunas de Achocalla y continuar hasta llegar a El Alto.

Menudo viaje que teníamos encima. Para el colmo Eliot quería comer algo en Achocalla. Aquello implicaba pasar por tiendas, hablar con alguien de algún restaurant, pedir una orden, pagar la cuenta, todo eso en un estado nada aconsejable y ante las narices de la gente en sus propias narices pero, por supuesto, habría que hacerlo. 

                   «SI MATAS EL CUERPO MORIRÁ LA CABEZA»

 La cita aparece en las notas de mi celular, no sé por qué motivo. Quizá se relacione con mi débil estado físico y es que ¿sigo vivo? ¿Puedo hablar aún?

Bueno. Para cuando ya llegamos a Achocalla ya era casi las nueve de la noche, resultó que mi amigo no era capaz de enfocar como es debido el procedimiento de pedir unos pollos en un restaurant. Nos vimos obligados a hacer el ridículo y esperar que nos atiendan con suma paciencia… lo que resultaba sumamente difícil dadas las circunstancias. Yo no hacía más que repetirme: «Tranquilo, calma, no digas nada. Habla sólo cuando te pregunten: dos presas, refrescos, nada más, procura ignorar esta droga terrible, fingir que no está pasando…»

No hay manera de explicar el terror que sentí cuando se me acercó el hijo de la dueña (ya que seguramente nos vio peligrosos) y empecé a balbucear. Todo lo que había preparado se desmoronó bajo la mirada pétrea de aquel joven.

—Hola, qué hay —dije—, me llamo… Bueno, no importa sí, ¿aún hay pollos verdad?, seguro. Comida rica, sabiduría total, cobertura absoluta… ¿por qué no? Traigo conmigo a mi amigo, y lo sé, claro, que no parece encontrarse muy bien, pero tenemos que comer algo en este lugar, sí. Bueno, este amigo en realidad es mi colega. Venimos a pasear desde La Paz y ya es hora de irnos pero antes queremos comer algo del lugar, ¿no? Sí. No tiene más que traernos dos pollos y verá. No hay ningún problema. ¿Qué pasa? ¿No me oye?

El joven ni siquiera pestañeó.

Sentía las piernas como de goma. Me agarré a la mesa y me derrumbé hacia ella cuando se dio media vuelta y fue a dictar la orden, pero me negué a aceptarlo. La cara de aquel joven empezaba a cambiar: se hinchaba palpitaba… ¡horribles mandíbulas verdes y colmillos saltones, la cara de un lagarto! ¡Veneno mortífero! Me lancé hacia atrás contra mi amigo, que me agarró de un brazo mientras el joven volvía a mirarnos por mi acto de escándalo.

—Ya arreglo yo esto —dijo al joven lagarto—. Este hombre está mal del corazón, pero yo tengo medicina suficiente. Soy el doctor Eliot. Preparen inmediatamente nuestros pollos y tráigannos el refresco más frio.

El joven se encogió de hombros y continuó ayudando a prepararnos la comida. Mi amigo mientras tanto me susurraba que en un pueblo tan lleno de locos auténticos, nadie percibe a un loco de peyote.

Horas después de haber caminado incansablemente movido por unas fuerzas misteriosas y pasada la media noche llegamos a la ciudad de El Alto. Felices porque una vez más habíamos conquistado el reto de Achocalla, el reto del kenko. 

Ahora sería una travesía volver a la ciudad.

Entramos por fin en un minibús hacia la Ceja y mi amigo telefoneó inmediatamente a sus amigos que a esa hora ya estaban más que ebrios. Les pidió que le esperasen en su casa con pomelos frescos y dos botellas de ron —Vitamina C —explicó—. Necesitaré toda la posible.

Le dí la razón. Para entonces el cansancio se hacía sentir y empezaba ya a cortar el efecto alucinógeno y mis alucinaciones descendieron a un nivel tolerable. La vocera del minibus tenía un vago aire de reptil pero por lo menos ya no veía inmensos pterodáctilos rondando pesadamente por el camino principal entre charcos de sangre fresca.

El único problema era el gigantesco cartel de neón que había junto a la ventana y que bloqueaba nuestra visión de las montañas… millones de bolas coloradas corriendo alrededor de una pista muy complicada, extraños símbolos y filigranas lanzando un ruidoso tarareo…

—Mira fuera —dije.

—¿Por qué?

—Hay una gran… una gran máquina en el cielo… una especie de serpiente eléctrica… que viene directamente hacia nosotros.

—Dispárale —dijo mi amigo.

—Todavía no —dije—. Quiero estudiar sus costumbres.

Él se acercó y me habló con voz baja.

—Oye mira —dijo—, tienes que acabar con ese cuento de las culebras y las sanguijuelas y los lagartos y toda esa mierda. Me repugnan ya.

—No te preocupes hombre —dije.

— ¿Preocuparme? Dios mío, abajo en el restaurante estuve a punto de volverme loco. No nos dejarán volver nunca a ese sitio… Después del show que montaste antes de pagar la cuenta

— ¿Qué show?

—Cabrón de mierda —dijo—. ¡Te dejé solo tres minutos! ¡Hiciste cagarse de miedo a aquellos tipos! Agitando tu condenada billetera por allí y gritando cosas sobre los reptiles. Tuviste suerte de que volviese a tiempo. Iban a llamar a la policía. Dije que estabas borracho y que te subiría yo a un taxi para volver. Demonios, si nos cobraron menos sólo para que nos largáramos de allí.

Giré mi cabeza por el minibus, nervioso.

Después de la Ceja de El Alto tomamos otro hacia la perez, ya me sentía mas relajado, Eliot me invitó a beber en su casa pero rechacé la oferta, ya sentía un cansancio físico indescriptible ¿cuánto habíamos caminado sin darnos cuenta? ¿veinte, treinta kilometros?
El asunto del cansancio me despejó del todo ya no quería tomar nada.

—Hemos de vernos en la semana y a ese puto Robert hay que castigarlo— dije

Llegué a mi casa y no pude dormir por lo menos hasta las seis de la mañana.