domingo, 25 de septiembre de 2016

YOLANDA BEDREGAL



Mi homenaje a Yolanda Bedregal 
¡YOOLA! – OOOLA
¡YOLANDA!… landa … landa … la landa … yoo … anda – Yolanda. ¡Yolanda! ooo… aaa … aaa.
¡Las Landas! Las tierras enormes y frías como sábanas de hielo.
¡Yo! Estrella nueva que sólo tiene dos puntas.
¡Yolita! Piedra de color violeta.
Yolanda: Violante: el nombre de una constelación

Sobre Yolanda Bedregal hablarán muchos. Muchos o casi todo de ellos, son personas “muy” adultas, tienen ya poco pelo y mucha barba. Los anteojos se les caen por las narices y el metal brilla entre sus dedos. Caminan no. Sus automóviles brillantes y silenciosos los transportan del súper mercado a la oficina y luego al garaje de sus casas. Y es ahí, donde sentados en roble, rodeados de altos libreros, con lámparas verdes, encienden su puro y leen a la distinguida y notable Yolanda Bedregal.
Leen con altura y soberbia, se cautivan con la elocuencia y magnificencia de su retórica, se acaloran en el desliz de una danza floral. Cierran sus libros heredados de primera edición, prenden otro puro, y otro, y ese día ya no fuman más; la poesía es para ellos, es de ellos, es con ellos. Nadie más la comprendería. Es un duro significado; el sensible florecimiento de sus letras. Duermen sin despeinarse.
Y qué hay de los otros, de los que no tenemos automóviles, no tenemos casa, no tenemos libreros y fumamos derby. No conocemos Paris ni Venecia. No tuvimos luna de miel. Tenemos manos callosas y paspas. Alzamos los alimentos de donde podemos y enterramos nuestros muertos en las esquinas. Nuestros anteojos están arreglados con cinta adhesiva. Nuestros zapatos están por cuarta vez en el zapatero. Nuestros libros piratas están acomodados donde debería estar un televisor. Qué hay de los que viven en los tejados, de los que duermen en las alcantarillas. Qué hay de los que tienen su asiento preferido al fondo de la biblioteca. Qué hay de los que le escuece la mano por escribir. ¿Qué hay de los pocos, poquísimos libros de Yolanda Bedregal en la biblioteca?
Imagino que Yolanda era una tipa como nosotros, sin más sin menos. Delgada, piel cetrina, adusta y con pelo negro azabache, pies diminutos y ojos y aquí quiero poner énfasis, ojos terriblemente sinceros, imagino que cualquiera que la haya podido ver se acuerde de ella. No creo que todos tengamos aquellos ojos, pero al menos aquello la separaba de nosotros. Crecía y leía y crecía y escribía y crecía. En su adolescencia fue capaz de no olvidar la infancia “Nuestra sabia ignorancia de niños embelleció al mundo imaginario” en su adultez fue capaz de no olvidar la adolescencia. Escribía lo que veía, no lo que miraba. Escribía lo que sentía, no lo que pretendían que sienta. Tuvo que ser valiente a comparación de otros poetas, ella salió de su casa y buscó donde no la llamaban, ganaba donde perdía, y sus mitos eran de verdad mientras lloraba de alegría entre recuerdos que quizá jamás existieron.
No me sería nada extraño verla hoy, sentada en el parque hablándole a los árboles. Caminando por la Rioshinio buscando margaritas amarillas. Gritando en la soledad de la puna su nombre: ¡YOOOOLAAAAA! Paseando las calles angostas, dedicando sonrisas, regalando su alegría, tragando melancolías sueltas. No me sería extraño ver a Yolanda con una cámara fotográfica. Buscando ases en la luz, dando la espalda a las moles de cemento. Concentrándose en adivinar el siguiente paso de las palomas, la siguiente palabra de los niños en el recreo. Mirando siempre más allá, más aún y todavía más. Cautivada del azul, cautivada del blanco, cautivada del Illimani y de sus nubes. Ella no miraría una “ex – estación central”, vería vagones, ancianos de sombrero con copa y niños tirándoles la cola del traje. Vería al fondo, entre los árboles, una joven pareja de enamorados, los vería con sus rostros cerca el uno del otro, murmurando frases que hasta un ciego las entendería.  Para ella no existirían niños hambrientos ni ancianos abandonados, ella sabría que aquí falta amor. Volvería a casa siempre antes de la media noche y su padre la escucharía con cariñosa atención. En su habitación, ella escribía a luz lunar en el alfeizar de la ventana, escribía mientras sus nardos y gardenias trepaban en su lecho. Dudo que haya compuesto una sola línea sin calmar su espíritu en las orillas de un mar lejano, de una montaña congelada, en una mariposa y su aleteo, de una guerra inhóspita; pero jamás sobre la oscuridad, ni la muerte.
Yolanda no se hizo para los que viven arriba ni para los que viven abajo. Nos la mandaron para que la sintamos bien dentro. Para entender, no un poco, sino mucho sobre eso bien extraño que es El Sentir. Ella sintió, ella nació sintiendo y siempre supo lo que es sentir. No por nada supo decir “Un dedo mío detiene el montón de acero del ómnibus”. ¿Acaso se puede hacer una poesía de algo tan trivial como tomar un bus? Desde Yolanda ya nada es trivial, todo tiene sed de inspiración, todo es poesía y en ella un poema.
Y ¿qué nos importa la poesía cubana? ¿La angustia desesperada de Neruda? ¿Las metáforas extrañas y violentas de Huidoro? ¿La metafísica de Juana de Ibarbourou? Ellas (y ya muchos lo dijeron) son dulces poetisas, amantes del paisaje, la miniatura, la anécdota, el arte figurativo. Sin embargo Yolanda, es magia de nuestra tierra, magia de nuestra realidad, de nuestro mar cautivo, de nuestras guerras perdidas. No importa en ella el paisaje expresionista. Donde hay una montaña en ella es el infinito. Donde hay paisajes en ella es inmensidad. Y donde hay grandeza en ella es alma.
Ahora no digamos que Yolanda es la más grande de las poetas en esta tierra, la más importante y que todos deben rendirle una merecida pleitesía. No. A Yolanda hay tan solo que detenerse un momento y rendirse. ¿Qué hacemos rindiéndonos? Solo entregándonos en ese preciso instante (un instante que puede pasar desapercibido) vamos a ser capaces de entender lo que ella entendía. Vamos a poder pasar por una iglesia y no ver unas piedras amontonadas y a un Jesús al medio, pasaríamos a ver el sol por cada poro, veríamos a los niños bostezando y a las ancianas de puntillas concentradas en sus oraciones. Donde hay una plaza veríamos miles de pétalos y a un par de enamorados. Seríamos capaces de compartir nuestro silencio. De volver a casa apreciando en las puntas del cabello de nuestras hijas un pequeño universo, donde la esperanza, la creación, el alquitrán nocturno y el juez eterno, reflejen por un breve instante la obra de Yolanda Bedregal.
Esa señora, casi desconocida en las zonas, en los barrios populachos, en la villa y en la periferia. De rostro inmune al tiempo, de poesía infinita y de poemas al ser. Es ella quien nos enseña que no debemos ocultarnos bajo el sol, que no debemos ocultar nuestra sombra lunar. En sus textos resbalamos cada uno de nosotros, cada obra desde la más sencilla hasta la más extraordinaria; en sus letras nos cobija, nos da almohadas para descansar y una fuente de agua fresca para volver a empezar.
Hay Yolanda Bedregal para el soldado, para el lustrabotas, para el jardinero y para el sastre. Nos la mandaron para empezar a sentir, no es ella difícil, no es ardua ni rebuscada. Sus poemas son para el hijo del albañil, para el conductor del tranvía, para el padre del soldado muerto en el campo inerte. Yolanda Bedregal es para leerlo en la plaza, en el bus hacia Oruro, en el descanso laboral de una fábrica manufacturera en la Argentina. Es para sentirlo cuando el ser amado posa su mano sobre la tuya, cuando te da un beso en la comisura del labio. “Porque la Poesía es signo; y el Verso, clave.” 
Espero y de verdad lo espero, que se deje a Yolanda a los que la necesitan, los que necesitan un poco de verdadera fe, de verdadero sentir. Ella, tan solo ella te puede llevar de la mano y guiar hacía la verdadera esencia de un paceño, de un potosino, de un soldado, de un panadero, de un despatriado, de un adolescente; ella, solo ella.
Nació en buena cuna, una mañana o una tarde cuando corrían los mil novecientos trece años. Siempre tuvo a mano una valiosa biblioteca, su padre, un reconocido poeta de renombre la armó en el espíritu de la literatura. Fue él sin duda, que revisó sus primeros borradores, empero Yolanda fiel a su destino, continuó el sinuoso camino del escribir fiel a lo que sentía.
Y ahora, estos señores de larga barba, pretenden comparar su obra, comparar sus textos, pretenderán encuadrarlas en los moldes de las posmodernidad que ellos han inventado, la ubicaran entre su carrera de docente y su beca en el Barnard College de la Universidad de Columbia. ¿Es así como realmente quería que la recordaran Yolanda Bedregal? Algunos más osados, incluso hablaran de su matrimonio con Gert Conítze (que de buena gana tradujo al alemán toda su obra).
Quizá en el paso de los años, en la inevitable escoba del tiempo, muchas cosas han cambiado. Los de barba blanca deben tener razón, insisten que estoy equivocado, que Yolanda vivía en su nube puesta por su padre, que miraba con desdén a los que no podían utilizar los cubiertos correctamente. Y su padre, dedicarán vastas hojas para hablar de su padre. Pero no creo que este sea el caso, eso sería hablar de más. Es más correcto (y más bonito) hablar sobre la presencia de Yolanda Bedregal en nuestros tiempos y en nuestras calles. Y es eso lo que pienso hacer.
Salir a la Jaen. Pasear por Sopocachi. Escalar al montículo. Sentarse en las graditas de la biblioteca municipal. En todos aquellos espacios que Yolanda bien conocía, hoy se oyen murmullos diferentes; no es de poesía exactamente. Los niños hablan sobre su programa de la televisión. Sus padres hablan de cómo conseguir más dinero. Y los abuelos se quejan de sus achaques. Preguntar a cualquier estudiante de nuestras escuelas sobre Yolanda Bedregal sería igual que preguntarles sobre que hay al centro del sol. En las bibliotecas sus obras son escasas, por no decir nulas. En los almuerzos familiares de los domingos ya no se recitan versos como en otros tiempos (muy antiguos tiempos). Hay menos libros y menos de esos son poemarios. Obras nacionales son inexistentes en el noventa por ciento de los libreros (si es que hay libreros). Las universidades prefieren olvidar su obra. Bedregal a veces se escucha, por un político de la vieja vanguardia, un apellido viejo, angustiado. Triste.
¿Dónde está Yolanda ahora? ¿Quién la rescata del olvido? A Yolanda hay que buscarla con especial cuidado. Si no fuera el centenario de su nacimiento, ya estaría olvidada. Yolanda Bedregal se ubica en lo académico, una intelectual de la poesía latinoamericana. Su obra circunda el paisaje y la historia de la literatura nacional. Para ella, el habitante de cada región tiene características propias bien marcadas de acuerdo al ambiente telúrico. La gente de alta montaña y de altiplano es igual al paisaje hosco y bravío, reconcentrado y sobrio. El habitante del valle participa de la dulzura del campo pintoresco y ameno. El hombre del monte, de la selva, es relativamente exuberante como la naturaleza con bosques de maderas perfumadas, ríos y cascadas sonoras; pobladas de alimañas, pájaros raros y brillantes mariposas.
Ella estudió que el acento poético coincide con el ambiente, que el área minera, agrícola o lacustre es la voz peculiar de los artistas y la misma del escritor.
Señaló en Bolivia, al igual que en los países latinoamericanos cuatro grandes etapas en su desarrollo cultural: Una era precolombina o indígena donde nace una sociedad con sus leyes, costumbres, sistemas, artes grandes y menores; donde ubica a ese periodo en el más importante ya que es donde arranca la personalidad definida de la nación boliviana, donde, cree ella, recibe su herencia automática y su tradición como fuente de cultura. Una segunda de un periodo que abarca desde la conquista hasta el coloniaje español, en cual se apaga la llama del espíritu creador nativo al destruir las instituciones existentes o incurrir en atropellos inherentes a toda dominación. Una tercera de pleno coloniaje, ya que esta a su vez trajo sangre, religión y lenguas nuevas, donde la identidad propia se mezcla con lo autóctono formando un nuevo tipo de lenguaje: el mestizo, cual conjuga el recrio temple hispano, conquistador e individualista con el espíritu mágico, contemplativo del indio; es esta época donde nace el rico injerto que constituye el hispo-americanismo. Y como última etapa sigue el periodo de la revolución por la independencia, lapso de quince alborotados años de lucha tras los cuales Bolívar y Sucre fundaron una república libre y soberana. Como es lógico, los hechos históricos y su influencia en la sociedad imprimen sus características a la literatura.
Yolanda presenta en uno de sus textos dirigidos a la conservación del patrimonio poético nacional, una exhaustiva valoración de más de doscientos artistas de la poesía. Sin duda su referente académico, es una huella que perdura y perdurará mientras a los bolivianos les interese oír poemas. Su recopilación contiene más poemas que ninguna obra nacional hecha hasta el momento. Sin embargo su obra se encuentra desgastada y con falto de hojas en la principal biblioteca del país. Desde las oraciones al sol de Manco Qhápaj en la época precolombina y la retórica a la muerte de Almágro por Alonso Henríquez de Guzmán, pasando por la chelicha de Daniel Campos en su obra magistral de los expedicionarios mineros en Potosí, con los himnos patrios como el ¡Salve Oh Patria! De José Aguirre Acha; la nacionalidad de Tamayo, la urbanidad de Saenz, el sentimiento de su padre Juan Francisco Bedregal y los albores de nuestra sociedad en Chirveches y Medinacelli; su obra compilatoria se extiende en el largo patio de nuestra tierra, con el cruceño Julio de la Vega y su inmortal Trópico Pobre, el Cochalita del querido Jorge Claros Lafuente quien supo decir “Tu lágrima de estaño tiene sabor de sangre y sabor de salitre y de planta marina”; el tupizeño Enrique Baldivieso que escribía con gracia y soltura y pasó a ser vicepresidente de la república; sin dejar de lado a Jaime Mendoza un chuquisaqueño ilustre que conformó la primera brigada nacional de artistas en letras. En fin, la obra recopilatoria de Yolanda, alcanza con minuciosa sencillez el talento poetizo boliviano.
Yolanda, al regreso de su paso en el exterior, dedicó su vida a la enseñanza, entre ellas la academia Benavides de Sucre, el Conservatorio Nacional de Música, la Universidad Mayor de San Andrés; trabajó en el Consejo Nacional de Cultura y en la Municipalidad de La Paz, de la que fue Oficial Mayor de Cultura. Fue presidenta y fundadora de la Unión Nacional de Poetas, del Comité de Literatura Infantil y de institutos binacionales, miembro de Número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la academia Argentina de letras, secretaria del PEN club, miembro honorario del Comité Boliviano por la Paz y la Democracia y representantes de Bolivia en varios congresos internacionales, además designada como embajadora de Bolivia en España. Gesta Barbara la proclama “Yolanda de Bolivia” y la sociedad de Argentina de Escritores “Yolanda de América”.
Fue alguien, sin duda, a la que la marea gris de la mediocridad no embarro. Sus logros son el trabajo de una mujer que supo trabajar para su país. Su indiscutible talento en las letras marcaron una época dorada en nuestra patria, un talento que la llevó a recibir premios y condecoraciones entre otros el Premio Nacional de Novela “Erich Guttentag”, la Gran Orden de la Educación Boliviana, Honor Cívico Pedro Domingo Murillo, Premio Nacional del Ministerio de Cultura, Escudo de Armas de la Ciudad de La Paz por servicios distinguidos, Caballero de la Orden de Letras y Artes de Francia, Medalla a la cultura de la Fundación Manuel Vicente Ballivián, Medalla al Mérito de la prefectura del Departamento de La Paz. El Estado de México le concedió el alto título de Dama de América cuya presea es concedida por el Consejo Nacional de Derecho de la Mujer, organización estatal de valioso renombre del país azteca. Chile le otorgó la Medalla Gabriela Mistral y el Congreso de Bolivia le impuso la Condecoración Parlamentaria Nacional en el grado de Banderas de Oro. Es tan grata su huella que El Estado Boliviano, en homenaje a su vida y su obra, instituyó el Premio Nacional de Poesía “Yolanda Bedregal”. EL municipio paceño en el centenario de su nombre, convoca a la segunda versión de cuento infantil “Historias Chikitas y chuk´utas”, añadiendo al nombre del concurso el de Yolanda Bedregal; cuyos textos ganadores serán beneficiados además de la publicación, un monto monetario.
La poesía en Yolanda, no fue de riesgo es de apuesta, no de error es de suerte. Entre sus contemporáneos, los tipos duros en letras le hicieron frente en el día a día. Ella tuvo el valor suficiente para alejarse de aquellos, que escribían en la oscuridad, tecleando en bodegas oscuras o al ritmo de camiones o gastándose la noche en el bullicio de la muerte o con las llagas ardiendo bajo la propia saliva; individuos nada más alejados de las buenas costumbre o de la sombre taciturna de la intelectualidad.  Yolanda Bedregal no fue una de ellos.
La gran magia de su poesía reside para mí, discúlpeme por entrometerme amable lector, no tanto en la música de sus ideas, como en el murmullo subterráneo, subjetivo, subsexo, subansia que la recorre. Nos produce un sobresalto como el rumor que anuncia un temblor y que pasa sin destruir nada, pero que agita el corazón porque nos deja con nuestra mortalidad anudada en el cuello y nuestra carne temblorosa, amarrada a la vida, a la angustia de sus deseos. Schopenhauer decía: “la música nunca expresa los fenómenos, sólo el ser interior, la esencia de los fenómenos” y la poesía hace lo mismo, no cuando intenta ser música, un campanillo de palabras plateadas, sino cuando sus imágenes surgen en oleadas y nos acosan en la sangre misma. La música poética de Yolanda Bedregal resuena en nosotros cuando sus imágenes se “empavonan” ellas mismas y, antes de que sean vistas del todo, se transmutan en sensación interna. El encuentro dialéctico entre la imagen y lo sentido la esfuma y termina en nosotros en una vibración tensa que gime
Para terminar, sobre Yolanda escribirán muchos, pero pocos la conocen, hoy pocos la conocen. Su obra acádemica no es requerida en las escuelas, sus poemarios son desconocidos y casi inexistentes. Una Yolanda Bedregal para todos es posible, pero una Yolanda Bedregal en los pasos que damos no. La decadencia en nuestra sociedad empieza cuando a los niños se les compra juegos de play en lugar de libros, cuando los padres prefieren ver la novela y el futbol que dedicarse a leerles a sus hijos, cuando la figura política más importante del país admite que no le gusta leer. Y esto Yolanda Bedregal seguro lo sabía, entendió en su adolescencia que la guerra y el desamor eran a causa de una perdida de valores, una perdida de conciencia nacional, un retroceso en los niveles académicos. Ella fue la que hizo la antología de la poesía Boliviana tanto para la Universidad de Buenos Aires como para la enciclopedia Boliviana de los Amigos del Libro. Además de cientos de artículos en revistas y periódicos, también incursinó en la literatura infantil con El Cantaro del Angelito, El Libro de Juanito, e Historia del Arte para  Niños. La última edición de El Cántaro del Angelito fue publicada por Editorial Gente Común (2007), y las otras dos obras salieron como parte de las obras completas de Yolanda Bedregal en mayo del 2009. Es posible que alcanzemos los estandares educativos cuando decidamos leer.

Quitemos a los señores asiento de roble su lugar privilegiado y envidioso de las letras, recuperemos nuestro original posición de inspiración para los poetas, no nacimos para ser observados. Y en Yolanda Bedregal nos encontremos.