Si alguna vez llego a tener verdadera
confianza en lo que escribo, no volveré al papel. Ya no lo necesitaría: sería
como hacer de la voz que hallé (en mí: que logré, que trabajé) una artesanía.
Buscaré los vidrios empañados, o escribiré en la arena lo que tenga que
escribir.
Todo lo que dura es vanidad. Y siempre, en algún momento, se vuelve falso. La palabra no merece extenderse más allá del instante en que tiene sentido. Su fugacidad es preciosa: la salva de envilecerse, de pudrirse, de falsearse. En el momento en que la vibración del sonido de la palabra se agota, la palabra ya no existe. Y la verdad, ya no es posible. Y si existe es como cadáver, y si hay alguna verdad, es la verdad del otro. La tratarán justamente como a un cadáver: la abrirán, la escrutarán, la indagarán, la cortarán, etc. para intentar penetrarla. Pero si logran que diga algo, será algo sobre un muerto. O sobre todos los hombres, sobre cualquiera.
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