domingo, 2 de marzo de 2014

Sobre Escribir

La verdad es que no soy nada. Todo a lo que aspiro me queda tan lejos como el hecho de que me toque la lotería. La diferencia es que la lotería a veces toca, a unos pocos afortunados, eso sí. No soy pianista, ni filósofo, ni buen estudiante; soy lector avispado, pero sobre todo, y por encima de cualquier cosa, no soy escritor.

Y el caso es que desde hace no mucho tiempo eso es lo único que me ronda por la cabeza. Escribir. Ser escritor. Y me está costando mucho más de lo que llegué a pensar el día que me lo planteé seriamente. Por un lado, está la parte de mí mismo que repite una y otra vez “proyecto fracasado, nuevamente, proyecto fracasado”; por otro, está el hecho de que no soy una persona metódica y ya he comprobado que la inspiración no llega por arte de magia, y por último, eso de ponerse a escribir un día cuesta tanto como desplazarse a la oficina un lunes por la mañana.

De pequeño, mi aspiración era leer y no hacer nada más durante todo el día. Eso, de muy pequeño. Y ya de grande quise escribir. La verdad sea dicha: nunca llegaré a ser ni Cerruto, ni Borges, ni Preusler, ni nada por el estilo, con un poco de suerte llegaré a publicar en los matutinos. Pero no, no nos engañemos, ni eso; sería aspirar a demasiado. Luego, me doy cuenta que me encanta leer, el problema es que me desespero mucho por leer, quisiera detener el tiempo y dedicarme solamente a leer. Una biblioteca de Babel es donde habito, he llegado a ser un obseso de las listas de libros ordenadas por todos los tipos existentes y por haber. Mi conocimiento sobre grandes escritores de cada país es tal que basta con que me digan un título y reconozco el autor o viceversa. Eso sí, la mayoría ni han pasado por mis manos y si lo han hecho no hemos llegado al clímax y se han quedado con las ganas de ser devorados por completo.

Necesito escribir por más que me cueste, necesito hacerlo. Necesito contar, imaginar, ver cómo las letras van apareciendo una detrás de la otra en la pantalla y enorgullecerme banalmente de ello. Aunque tan sólo sea escribir sobre el hecho de escribir; pero necesito hacerlo como necesito comer, como respirar, como amar y como sentirse amado, o leer cada día algo de algún libro, es lo mismo.

Los más grandes me dirían que me deje de tonterías, que ya soy mayorcito; pero a medida que voy creciendo me voy dando cuenta cada vez más de lo que en verdad quiero hacer y eso no es otra cosa que escribir. Que linda palabra, ¿verdad? Tiene una sonoridad fuerte, a lo alemán. Casi me gusta tanto como un “te quiero”. Las palabras son lo esencial, decía Wittgenstein, todo empieza y acaba en ellas. Lo primero que existió fue la palabra, dice la Biblia.

Pero yo tan sólo soy un pobre estudiante de Derecho localizado en un confín de la ciudad de La Paz, que disfruta del Illimani cada mañana y que se acomoda cada tarde frente al computador con un café, queso y pan, miedo, suspiro, el terror me compadece, todo me pasa, todo, para escribir algo coherente. Porque eso sí, ni lo duden, por mucho que aspire a ser escritor, seré escritor de tercera, cuarta o quinta clase, pero no importa, lo único verdaderamente importante es satisfacer esa endemoniada necesidad de escribir algo, para poder dormir un par de horas y despertarme nuevamente con ganas de coger la portátil y volver a escribir unas líneas, cualquier cosa, cosas sin importancia.

La necesidad de escribir es una condena. Es una pesada losa con la que deben cargar algunos durante su vida. Escribir no es algo divertido, ni tan siquiera algo de lo que puedas de veras disfrutar, escribir es una droga que no tiene más salidas que la de satisfacer el deseo y caer una y otra vez en sus redes. Es aquello a lo que tienes necesidad de estar sujeto, que aborreces la mayoría del tiempo, pero que no puedes dejar porque adoras el hecho de hacerlo y adoras lo que te hace sentir cuando lo haces. Es un alivio que se apodera de todo tu cuerpo, una tranquilidad que invade tu mente y que te deja meditabundo, incapaz de pronunciar una palabra.

Adoro la escritura como los adictos a la maría adoran sus queridos porros de hierbas, poco medicinales y nada aromáticas. Apestan. Lo mismo ocurre con las letras. Adoras cada una de las palabras que tecleas, pero que después resultan ser poco medicinales para tu necesidad, y las frases muchas veces no son nada aromáticas y, muchas otras, simplemente, apestan. La vida de un verdadero escritor no es la vida de una persona normal. Una persona normal se levanta por las mañanas, va a clases, va a la oficina o a su puesto de trabajo, come un bocadillo o si es afortunado y puede pagárselo en un restaurante o un platito extra, vuelve a casa, disfruta como puede de la familia, cena, se acuesta y nuevamente a empezar el día siguiente, tiene sus escapaditas de fines de semana, algunos viajes de vacaciones, pequeñas alegrías del día a día y otras tantas preocupaciones que asolan el ambiente familiar y punto.

La vida de un escritor no es nada de eso. No entiende de horarios, se puede despertar a las 4 de la mañana con una buena idea y es tanta la necesidad de satisfacer su instinto que no es hasta que ha acabado de desarrollar todo lo que tenía en mente en una hoja de papel o en una computadora que no queda medianamente tranquilo. A parte de los desfases de horarios, existen los desfases de memoria que son aun peores. Éstos últimos hacen que el que tiene la necesidad de escribir siempre sea más despistado de lo normal, que lleve una vida más austera que los demás, pues los bienes materiales le importa más bien poco, además es frecuente que se ausente durante unas horas o que olvide que había quedado con alguien por esa inevitable necesidad de escribir.

Además, de los que escriben, pocos pueden vivir de ello, sólo unos pocos afortunados, y eso hace que se vea la típica situación de gente que busca cualquier espacio mínimo temporal para dejar fluir todo lo que tienen dentro. Muchos se levantan de madrugada, otros se acuestan muy tarde, otros intentan escribir a cualquier hora, en cualquier sitio, sea en una hoja o incluso en una servilleta del sitio que frecuentan para comer. Una situación sin duda triste.


Después de todo esto pues, imaginen lo que puede hacer un estudiante de Derecho de cuarto año que se empeña en caer en las tentadoras garras de la escritura para poder recrearse en el fuego eterno de las palabras. Dedicar las horas a estar sentado delante de un ordenador es tan desalentador como intentar acariciar la luna en las noches de tristeza. Y es que la escritura condena al hombre al autoconocimiento más profundo llegando a un desarrollo tal que a veces no sabemos diferenciar realidad de ficción.

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