Estoy muerto. Cada mañana me despierto con un insoportable deseo de dormir, de hundirme en esa nada eterna que ya me reclama. Visto de negro porque llevo luto por mí mismo, por el eco vacío de lo que fui. Llevo luto por el hombre que podría haber sido: un ser con sueños que ardían como brasas, con risas que llenaban habitaciones, con un futuro que se extendía como un camino infinito bajo el sol. Ya no sonrío. No tengo las fuerzas suficientes para hacerlo; mis labios se han petrificado en una mueca de resignación, como una máscara funeraria que nadie se molesta en quitar. Estoy muerto y enterrado, sepultado bajo capas de rutina gris que me asfixian lentamente, en un ataúd de días idénticos donde el tiempo se pudre sin piedad.
No tendré hijos. Los muertos no se reproducen; mi semilla se ha secado en la esterilidad de mi alma, y cualquier legado se disuelve en el olvido como polvo en el viento. Soy un muerto que estrecha la mano de la gente en los cafés, con dedos helados que transmiten el frío de la tumba, mientras finjo interés en conversaciones huecas que resuenan como lamentos lejanos. Soy un muerto más bien social y muy friolero, envuelto en abrigos que no calientan el vacío interior, temblando ante el menor soplo de vida que roza mi piel marchita. Creo que soy la persona más triste que jamás he conocido, un pozo sin fondo de melancolía donde los recuerdos se ahogan en lágrimas invisibles, y el mundo entero parece un cementerio infinito donde camino solo, esperando que la tierra me trague de una vez por todas.
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