Nunca pensé que alguien pudiera decir tantas palabras hermosas con una boca tan capaz de destruir. Tú lo hiciste. Me hablaste de futuro, de lealtad, de un “estarás bien conmigo” que yo, ingenuo, me atreví a creer. Me hiciste sentir que tenía un lugar seguro en este mundo caótico… cuando en realidad solo estabas construyendo un escenario para verme caer.
Y lo lograses con una facilidad que todavía me sorprende.
Tus promesas eran humo desde el principio. Lo entendí tarde, cuando ya estaban marcadas en mí como cicatrices que no pedí. Yo confiaba; tú fingías. Y lo peor es que no necesitaste una gran excusa para lastimarme: te bastó la primera oportunidad para hundir la mano y girarla. Casi como si hubieras estado esperando el momento exacto para hacerlo.
Aún recuerdo cómo te escuchaba, cómo te miraba, creyendo en cada sí, en cada juramento, en cada gesto ensayado. Me hablabas como si yo fuera importante, pero lo único importante para ti era mantener esa máscara que te quedaba tan bien. Qué talento para aparentar… Qué talento para hacer daño sin temblarte ni un poco la voz.
Durante un tiempo pensé que lo que sentía contigo era inspiración. Que tu presencia me impulsaba a ser mejor, a corregir mis fallas, a vivir más recto. Qué ironía… Resulta que no eras tú: era mi esperanza disfrazada con tu nombre. Eras mi espejismo. Mi error favorito.
Hoy lo veo claro: tú nunca estuviste a mi altura, no porque yo sea más, sino porque tú jamás fuiste sincera. No se puede caer tan bajo cuando nunca se ha intentado ser genuina.
Hay algo dentro de mí que quisiera dejarte marcado. No para dañarte, sino para que no olvides lo fácil que te fue soltarme cuando yo más esperaba que me sostuvieras. Me gustaría que en tus momentos de silencio, cuando no quede nadie a quien engañar, escuches el eco de todo lo que destruiste. O al menos la sombra de lo que pudo ser y no quisiste que fuera.
Aprendí que no nací para mendigar afecto ni para sostener promesas ajenas. Aprendí que contigo luché solo, mientras tú te dedicabas a empujar. Y al final, me alejé… no porque quisiera paz, sino porque comprendí que seguir ahí era permitir que me siguieras rompiendo.
Todo lo que dije alguna vez desde el corazón… lo retiro.
Pero aquello que me enseñaste—esa cruel lección sobre confiar en quien no sabe valorar nada—me la quedo. Me pertenece. Me forjó.
Y aunque ya no siento lo que sentí, no te disculpo.
No porque te odie, sino porque tu arrepentimiento nunca valdrá lo que yo perdí creyendo en ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario