lunes, 20 de agosto de 2012
Días de escuela
Unos parientes lejanos, a cargo de quienes estaba, me habían mandado a esa escuela; nunca volví a tener noticias de ellos. Era huérfano, y cuando me metieron en el colegio ya había sido atontado por sus reproches. Era un chico silencioso, caviloso, y contemplaba con desconfianza el mundo que me rodeaba. Mis compañeros sintieron un inmediato desagrado hacia quien era tan distinto de ellos, y me recibieron con burlas crueles, implacables. Yo no podía soportarlas; no me era posible darlas por descontadas, como lo hacían ellos entre sí. Los odié desde el comienzo y me refugié en mi tímido, herido, desmesurado orgullo. Me repugnaba la grosería de ellos. Se reían abiertamente de mi cara y de mi figura esmirriada, aunque los rostros de ellos eran increíblemente estúpidos. (...) A los dieciséis ya me maravillaba, con taciturno asombro, de la pequeñez de sus pensamientos, la vacuidad de sus conversaciones; juegos y preocupaciones. No entendían las cosas esenciales, y no les interesaban los temas más estimulantes, de manera que llegué a considerarlos mis inferiores. Eso no era producto de mi orgullo herido... y por favor, no me vengan con los ridículos clichés sobre lo fácil que es para mí hablar de esa forma, pero que mientras yo seguía soñando esos chicos empezaban a captar el verdadero sentido de la vida. No eran capases de captar ni un rabano, pero su destino les hacia captar aquello que a mí me fue negado: el sentido de la vida... y juro que eso es lo que más me irritaba en ellos.
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