Hoy que es día de mi cumpleaños, solo pienso en la bendición
que recibí del altísimo, mi amor por la lectura, un amor que cautivé apenas
pude diferenciar una letra de otra. No me interesa comer, dormir, reír, vivir.
Me interesa leer, cuanto quisiera todo el tiempo que inútilmente gasto en la
universidad o en otros quehaceres de este infierno creado por el hombre, para
tomar un libro, sentarme a la frescura que un árbol proporciona y dejarme
llevar por los sueños y mundos creados por aquellos que el talento los ha
desbordado y nos entregan hojas escritas con su propia sangre.
¡No quiero vivir! Que se oiga bien ¡no quiero vivir, QUIERO
LEER! La vida y la lectura a ratos no parecen ir de la mano, leer es renunciar
a tu existencia y entregarse a otra sin el menor de las quejas. Leo y el mundo
se desarma para volverse a crear al antojo nada misericorde de algún tipazo que nada sabe de mí. No tienen
consideración y al querer volver a la realidad ya no la diferencio, nunca
vuelvo del todo, no soy el mismo y pretendo encontrarme vanamente en otra
lectura. Soy composición de tantas historias que me satisface cualquier
escenario por minúsculo que sea. No puedo evitar mirar las nubes y sonrojarme
con su nada habitual belleza como no logro evitar lagrimear cuando el viento
otoñal desoja los arboles del prado paceño en sus cortos atardeceres. ¿Por qué
nada se detiene un instante? ¿Por qué todo se convierte en un abismo aparente? No
me importa. Me encanta mi realidad. Tarareo. Observo el cielo. Por qué incluso
las cosas más insignificante me hace sonreír.
¿A cuántos goces renuncian quienes aspiran a una gota en la
memoria de hombres y mujeres de épocas distantes? ¿Qué irónica inmortalidad les
confunde? ¿De qué placeres disfrutan en sus tumbas cuando se leen sus nombres?
¿Qué mota de polvo les hincha su pecho de huesos? ¿Sonríen, acaso, si alguien
señala sus sarcófagos con el dedo de la indiferencia?
Y, sin embargo, cada emoción que suscitan sus obras es
como un guiño del tiempo, un agujero de luz en el espacio. Tiene sentido cavar
el hoyo de la inmortalidad, después de todo, pues existe una conciencia divina
o humana, un hálito que recorre los siglos y remueve los cimientos de lo
sublime, ensalzándolo por encima de lo vulgar. Tan solo me entristece la
certeza de que muchos milagros se han perdido, de que muchas historias se han
olvidado. Mas, pese a todo, la fragua de la eternidad no se detiene nunca.
Reverberan canciones en el eco de las piedras, se oyen poéticos silencios y una
misteriosa nube continúa derramando la lluvia de la creación.
Ahora que me toca cumplir un año más, me fui al santuario de
Copacabana, me senté en una de las últimas bancas del templo dispuesto a
meditar aquello que ya no se medita, cerrar los ojos e impregnarme de esa
esencia que otorga un lugar como ése; la tranquilidad, el sosiego, la paz, el
silencio, me aleje del mundo y empecé a dialogar con mi interior. Las lagrimas
se escabullían mientras las horas pasaban, ningún momento deje de pensar en mi
madre, oré por ella, le pedí al altísimo que la mantenga a mi lado siempre sana.
Lloré por mí debilidad. Lloré por mis amigos. Lloré por el amor. Lloré por la
vida y la muerte. Lloré por mis errores, Lloré como si haciéndolo conciliaría
el tormento, quizá las lagrimas eran parte del dialogo conmigo mismo. Lloré por
los libros. Lloré por los escritores. Lloré por la música. Lloré por mi ciudad.
Lloré por mi patria. Lloré hasta oír al tiempo doblar, triplicar su intensidad.
Y me pregunté ¿en qué momento me atreví a cargar con todos los sueños del
mundo? me acordé el día que no tuve miedo, ni límites, cuando todas las noches
me cegaba el sol, cuando busqué entre musas que no dolían, cuando junté letras
entre nicotina y alcohol; un día que gané cuando perdía y los mitos eran
mentiras de verdad y lloraba de alegría entre recuerdos que no existían. Como decir lo que sentí un día, lleno de
magia que ya no recuerdo y de sueños que ahora son pesadillas. Ese día tan
lejano, que creí que era poeta.
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