Debo escribir sobre la poesía de mi vida. En otro tiempo, quizás habría preferido la penumbra de mi vida, aunque más por un deseo de llamar la atención, o por imaginar que sentía lo que en realidad no sentía.
He mirado mis propios sentimientos en retrospectiva y siempre los encuentro pobres, pequeños. He amado, o al menos he creído amar, pero cuando lo observo desde la distancia, todo parece un eco fugaz de lo que podría ser el gran amor.
Solo me atrevo a llamar amor a aquello que no comprendo. Y como no comprendo tanto, prefiero seguir sin entender. Es entonces cuando todo me parece conocido, salvo el amor, que no se parece en nada a lo que creo haber sentido.
He asumido la misión de revisar mi antiguo blog, aquel que escribía y publicaba en 2012, cuando, en un arranque de absurdo entusiasmo, llegué a creerme escritor. La gran pasión jamás descubierta, el sueño latente del lector obsesivo. ¿No es, después de todo, el lector quien anhela vivir la aventura tanto como aquel que la escribió?
Pero lo que escribía apenas lo había vivido. Me limitaba a construir historias con palabras, a fabricar sentimientos que nunca me atreví a experimentar. Intentaba contar una historia que no tenía el valor de protagonizar, una que solo podía entrever desde mi refugio. Porque vivir implica riesgos, cicatrices, heridas reales. Es más fácil la distancia segura de la página en blanco, donde el dolor es solo una metáfora y el amor no puede destruirte.
Aquel que escribe.
Ahora sentir parece más difícil. Es más sencillo decir que se siente que descifrar qué es, en verdad, lo que se siente.
Han transcurrido trece años desde que comencé mi blog de escritura, una vía de escape de la cotidianidad que, sin darme cuenta, me iba consumiendo. Sentía que debía soltar algo, que si no encontraba una forma de vaciarme, terminaría desmenuzando el teclado de mi viejo iPod, golpeando letra por letra con la desesperación de quien teme ahogarse en sus propios pensamientos.
Escribir no era solo un acto de creatividad, sino de supervivencia. Cada palabra que plasmaba era un intento de dar forma a lo que me habitaba, a esos torbellinos que, de permanecer en mi mente, habrían terminado devorándome. Pero, ¿qué buscaba realmente? ¿Era la necesidad de expresar o la necesidad de ser escuchado? ¿Escribía para entenderme o para que alguien, en algún rincón desconocido, encontrara en mis palabras un reflejo de sí mismo?
Han pasado trece años, y me pregunto si aquellos torbellinos se han disipado o si solo aprendí a convivir con ellos. Tal vez la escritura no fue la puerta de escape que imaginé, sino el lugar donde decidí quedarme atrapado.